*En Tlaxcala, la plaza de toros es la fiel guardiana de una tradición que se reúsa a perecer, y en la que en esta tierra el toro bravo encuentra su hogar, y los aficionados su refugio.
Nayeli Vélez
Tlaxcala, Tlax.- El redondel de la Plaza de Toros Jorge Aguilar “El Ranchero” se yergue vistoso, vigilado celosamente por su inseparable compañera: la imponente torre exenta del exconvento franciscano.
Este recinto, cargado de historia y tradición, se ha convertido en testigo de una tradición que ha levantado controversia: la tauromaquia. Reconocida por su fastuosa belleza y apodada de antaño como “La Tacita de Plata”, la plaza es un símbolo de identidad para Tlaxcala y uno de los últimos bastiones donde aún resiste la casi extinta fiesta brava.
En un país donde las prohibiciones y críticas han puesto a la tauromaquia en una encrucijada, Tlaxcala sigue siendo un reducto inquebrantable de esta tradición. Se sabe que todo tiempo tiene sus peculiaridades, y que lo que antes era aceptado ahora no lo es, y a la inversa. La cultura no es una ni única: siempre es cambiante y todo el tiempo tiene diversas caras.
En esta tierra, el toro bravo encuentra su hogar y los aficionados, su refugio. La plaza, que remonta su construcción a finales del siglo XVIII o principios del XIX, conserva una atmósfera única que transporta a quienes la visitan a un tiempo donde la fiesta brava era el espectáculo supremo.
Construida con bloques de tepetate, adobe y xalnene, esta joya arquitectónica se levanta en lo que fuera el atrio bajo del exconvento de San Francisco, y su diseño es coronado por la majestuosa torre campanario del convento, que resulta un deleite visual.
Este campanario exento –que enmarca el horizonte–, dota al recinto de un carácter singular que fascina tanto a los aficionados como a los turistas. Desde los tendidos, las vistas son una mezcla de arquitectura colonial, historia religiosa y tradición taurina que hace de esta plaza una insignia cultural tlaxcalteca.
En 1981, la plaza adoptó el nombre de Jorge Aguilar “El Ranchero”, en honor al legendario torero tlaxcalteca nacido en el rancho Piedras Negras, uno de los más destacados en la cría de toros de lidia. Aguilar, con su elegancia y maestría en el ruedo, dejó una huella imborrable en la tauromaquia, y su legado permanece vivo en cada festejo que aquí se celebra.
Durante las tardes de corrida, la fiesta que pareciera a punto de extinguirse, cobra vida. Los graderíos se llenan de colores. Entre sombreros, las botas de vino y ginebra que pasan de mano en mano, y los pañuelos blancos ondeando al viento en señal de aprobación. La orquesta resuena con pasos dobles que acompañan la faena, mientras la afición vibra con cada lance y cada pase, en un espectáculo que mezcla arte, peligro, gallardía y tradición.
La plaza es un símbolo de la profunda conexión cultural entre México y España. Aquí, la tauromaquia es solo un espectáculo y vínculo que une siglos de historia y tradiciones compartidas. Su importancia trasciende lo taurino, convirtiéndose en un referente arquitectónico y cultural de Tlaxcala, su campo bravo y sus toreros nacidos en suelo donde esta fiesta siempre realzará su propósito esencial de mantener viva esta tradición.
Mientras la polémica persiste, esta plaza se mantiene firme, como un espacio donde la historia, la belleza y la tradición convergen, ofreciendo a quienes la visitan una experiencia única que trasciende el tiempo y las controversias.